21.12.09

Noches en fuga (fragmento)

Era claro que mi habitación nunca fue intencionada para serla. Si acaso nuestro departamento era antes parte de un piso más grande, dividido en dos espacios para sacarle el mayor provecho. La ciudad empaqueta a su gente como zapatos en estanterías, doceneras de huevos, archivos médicos –psiquiátricos ¿quién me dices que soy? ¡Estándarizame ciudad ojete!– y sólo queda romperse o formarse tomando distancia.
Así, vivíamos completamente separados de nuestros vecinos por una pared de tabla roca que bien pudo haber sido un trozo de papel. Yo medía su espesor golpeándola con mi puño: dos centímetros, un centímetro, un milímetro y si hubiera presionado con mi dedo seguramente la atravesaría y le picaría el ojo a quien estuviera del otro lado. Llegué a conocer a mis vecinos sin que ellos lo supieran, me convertí en un voyeur ciego de oídos atentos a todo lo que pasaba en el cuarto contiguo al mío; las peleas sobre el dinero de la casa y los horarios de televisión; conversaciones sin relevancia que me mantenían interesado hasta el último momento cuando ya todo estaba dicho sobre un tema del cual se podría decir cualquier cosa y no llegar a nada. Pero lo mejor pasaba por las noches, cuando la ciudad es más silenciosa y se escucha hasta el movimiento de las sábanas. Por las noches aquellos seres incorpóreos, –puro sonido– subían el ritmo, ensayaban la cadencia; toda palabra era ausente mientras yo inmóvil del otro lado sostenía la respiración, en completa espera. Ya circulaban por la cama, por la piel; ya se rozaban con los dedos el sexo, la punta de sus dedos, mis dedos; ya aspiraban todo el aire húmedo del otro y lo sostenían; el labio mordido, las manos entrelazadas y mis pies arqueados; ya gemían, ellos los que procuraban ser callados, cada vez más bajo, más cerca de mí y gemía el colchón y gemía la pared en donde apoyaban alguna mano y gemían sus pelvis chocando y el sudor entre ellos; gemía yo, ahí junto a ellos y nos veníamos los tres juntos para después dormir satisfechos.

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